INTERNACIONAL
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LOS NIÑOS DE HITLER |
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Nacieron
de un programa nazi para crear una «raza superior» étnicamente pura. La
dolorosa búsqueda para descubrir sus raíces. |
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Ahora
Helga Kahmarau tiene 53 años. Desde
pequeña siempre tuvo la sensación de ser diferente. Nacida en la
Alemania nazi, al comienzo de la Segunda
Guerra Mundial, Helga tiene vagos recuerdos de elegantes entornos, hombres de
apariencia importante en nítidos uniformes, una vida de privilegios y
comodidades. La madre de Helga había sido una secretaria en los despachos tanto
del principal asesor de Hitler, Martin Bormann, como del Ministro de Propaganda
Nazi, Joseph Goebbels, pero Mathilde Kahrau se negaba a decir nada más de la
guerra. Fue sólo después de la muerte de Mathilde, en 1993, que Helga comenzó
a examinar su pasado familiar... y se horrorizó por sus hallazgos. Sus padres casi ni se conocían. Su madre, una fervoroza nazi, conoció al padre de Helga, un oficial del ejército alemán, en Berlín, durante una fiesta por la conquista hitleriana de Francia, en junio de 1940. Sostuvieron una relación de una noche y, nueve meses después, Mathilde dió a luz en un hogar de Lebensborn -o Fuente de Vida- en las afueras de Munich. El recinto era uno de varios instalados en la Europa ocupada por las temidas SS de Heinrich Himmler, para cuidar de mujeres solteras embarazadas, cuyas características raciales -cabello rubio, ojos azules, sin ascendencia judía- correspondían al ideal ario de los nazis. Al nacer, Helga fue ungida una de los escogidos del führer, parte de la generación de niños «racialmente puros» que poblarían el imperio alemán. Posteriormente, su madre envió a Helga al cuidado de un oficial de alto rango en la policía secreta nazi. Ella creció en un enclave nazi en las afueras de la ciudad de Lodz, en la Polonia ocupada, mientras su padre adoptivo contribuía a supervisar las ejecuciones con gases tóxicos de miles de judías en el vecino campo de concentración Chelmno. «Pasé mis primeros cuatro años bajo la crianza y tutoría de la elite nazi», dice. «Estuve relacionada, de manera fundamental, con asesinos»
Helga y otros miles de europeos de mediana edad luchan contra las
consecuencias de uno de los experimentos sociales más alarmantes del nazismo:
la creación de una «raza superior». Después de la guerra, muchos de los niños
de Lebensborn crecieron vilipendiados como descendientes de los nazis y
atormentados por la incertidumbre de sus orígenes.
Aquellos que trataban de obtener respuestas eran, con frecuencia, frenados por
los alemanes renuentes a confrontar su pasado nazi. Sus padres naturales o
adoptivos a menudo guardaban silencio acerca del programa de Lebensborn; la
prensa alemana no informó, durante décadas, de los experimentos raciales de
Himmler. La destrucción de miles de expedientes alemanes de Lebensborn por las
tropas de la SS durante los últimos días de la Segunda Guerra Mundial agudizó
el misterio sobre la identidad de los niños. Pero hace poco, algunos de los 20
mil niños de Lebensborn han estado obteniendo respuestas. En diciembre,
periodistas de la televisión alemana descubrieron mil expedientes de Lebensborn
olvidados desde hace mucho tiempo en un archivo del gobierno alemán en Berlín,
y dos organizaciones noruegas están ayudando en este momento a que muchos
nacidos durante la guerra encuentren las huellas de sus padres.
El programa Lebensborn fue el resultado directo de la obsesión de los
nazis respecto a la desigualdad racial. A los alemanas se les alentaba a tener
muchos niños. En 1933, la dictadura nazi declaró ilegal que las mujeres arias
se sometieran a abortos. Las SS de Himmler luego construyeron 20 hogares
Lebensborn en Alemania y otras naciones europeas, donde las mujeres arias podían,
discretamente, dar luz a sus bebés ilegítimos. Para garantizar la reserva, la
identidad de las madres y de sus parejas -con frecuencia oficiales de las SS- se
registraban en expedientes estrechamente custodiados, que se mantenían
separados de las actas municipales de nacimiento. Algunas madres conservaron a
sus bebés. Pero cientos, por vergüenza o por necesidades financieras,
entregaron a sus niños para adopción o los abandonaron. La suerte de los niños fue mucho más cruel en Noruega. Los nazis admiraban la sangre vikinga de los noruegos y cuando Alemania la invadió, en 1940, los comandantes de la Wehrmacht instaron a sus tropas en Noruega a procrear tantos niños como les fuera posible con mujeres noruegas. Miles de mujeres aceptaron. Después de la guerra muchas de ellas y sus hijos fueron hostigados, vapuleados y llamados «cerdos nazis» por sus maestros, condiscípulos y vecinos. Cientos de niños fueron internados masivamente en instituciones. La policía envió a unas 14.000 adolescentes y mujeres que habían sostenido relaciones con soldados de la Wehrmacht a campos de concentración. El jefe del hospital mental más grande de Noruega aseguró que las mujeres que habían copulado con soldados alemanes eran «deficientes mentales» y concluyó que el 80 por ciento de sus descendientes tenían que ser retrasados. Helga Kahmarau
Paul Hansen arrastró ese calificativo durante décadas. Hijo de una
breve aventura entre un piloto de la Luftwaffe y una sirviente que abandonó a
su bebé al nacer. Hansen, de 57 años, pasó sus primero tres años en la
relativa comodidad de un hogar Lebensborn al norte de Oslo. Pero su vida dio un
giro terrible después de la guerra, dice, a causa de su ancestro alemán .
Hansen fue trasladado a un centro donde se reunía con Lebensborn no reclamados.
Dada su condición de epiléptico, fue rechazado para adopción y fue enviado,
junto con otros 20 niños de Lebensborn, a un centro para los que no podían
encontrar hogar. Funcionarios del Ministerio de Asuntos Sociales clasificaron
entonces a estos niños, mitad alemanes, como retardados y los transportaron a
instituciones mentales. Hansen recuerda los días que era insultado y vapuleado
por los guardías, y las noches que pasó en dormitorios salpicados de
excrementos, escuchando los gritos psicóticos de otros internos. Hansen no
obtuvo su libertad hasta cumplir los 22 años.
Encontró un pequeño apartamento y un trabajo en una fábrica, y comenzó
a buscar a sus padres. No había acceso a los expedientes noruegos de
Lebensborn, pero con la ayuda del Ejército de Salvación en Noruega, supo que
su padre había muerto en Alemania en 1952. Le siguió la pista a su madre hasta
la población de Pasewalk, en Alemania Oriental. En 1965 viajó allí, pero la
reunión fue una decepción. «Yo esperaba que extendiera sus brazos y dijera:
´oh, hijo mío´. Pero no le importó», recuerda. «Cuando le dije que había
pasado mi vida en instituciones mentales, me contestó ´¿Y que? No fuíste el
único». Hansen jamás regresó.
En los últimos años, Hansen ha encontrado cierta paz. Lo que le ha
hecho la vida más soportable, dice, es la creciente disposición de los niños
de Lebensborn noruegos de darse a conocer y compartir sus experiencias. Hansen
dice que ha encontrado «nuevos hermanos y hermanas» a través de su
participación de un grupo de apoyo; la reciente desclasificación de los
expedientes de Lebensborn ha permitido a muchos niños de la guerra descubrir a
sus padres. El mes pasado,
Hansen y otros seis descendientes de Lebensborn interpusieron una demanda contra
el gobierno, solicitando millones de dólares en daños por décadas de
tratamiento brutal. En la víspera de Año Nuevo del año pasado, el Primer
Ministro de Noruega pareció admitir la responsabilidad del gobierno, al
manifestar por primera vez sus disculpas públicas, por el acaso e «injusticia
cometidos» contra los niños de la guerra.
Helga Kahrau jamás ha encontrado esa paz. La búsqueda de sus raíces
comenzó a mediados de la década de 1970, cuando vio un documental de la
televisión alemana sobre el programa Lebensborn. Pero temía preguntar a su
madre sobre su historia familiar. Cuando Mathilde Kahrau murió, Helga viajó a
Pullach, cerca de Munich, la antigua residencia de sus padres adoptivos y actual
sede de la central de inteligencia alemana después de la guerra. Allí descubrió
expedientes nazis que aportaban información sobre su padre adoptivo y los crímenes
que cometió la servicio de la «solución final». Las últimas piezas
encajaron en marzo de 1994, el día de su cumpleaños cuando recibió una
llamada telefónica de un hombre que se identificó como su padre natural. Padre de Helga
Helga se quedó estupefacta. «Le dije: ´¿porqué me llamas después de 53 años?´
A sus 80 y aquejado de cáncer, él le explicó que sus pensamientos se habían
vuelto hace poco hacia la hija que había procreado durante la guerra. Se
reunieron al día siguiente. «El era encantador», dice, «Fue amor a primera
vista». Le contó a Helga de la noche de pasión con su madre, de su servicio
militar en el París ocupado, y de su carrera en bienes raíces tras la guerra..
«Se había hecho millononario», dice Kahrau. A medida que empeoraba la salud
de su padre, lo atendió ininterrumpidamente, esperando recibir parte de su
herencia. Pero cuando él murió en 1996, Helga como hija ilegítima no heredo
nada. En los cuatro años
transcurridos, Helga ha encontrado alivio hablando con un psicólogo. Ha
visitado varias veces el sitio donde nació, el primer hogar Lebensborn en
Steinhöring, cerca de Munich. Pero, a diferencia de Noruega, Alemania no tiene
grupos de apoyo para los niños del programa, como tampoco ella ha encontrado
apoyo en la sociedad alemana para enfrentar el tema. A Helga le sigue
preocupando que la gente presuma que ella es una nazi., porque «crecí al lado
de asesinos», dice. «Ser un niño de Lebensborn es todavía motivo de oprobio»,
admite. Esa vergüenza es el legado de los nazis a aquellos que, según creyeron
una vez, heredarían la tierra.
En los últimos años, Hansen ha encontrado cierta paz. Lo que le ha
hecho la vida más soportable, dice, es la creciente disposición de los niños
de Lebensborn noruegos de darse a conocer y compartir sus experiencias. Hansen
dice que ha encontrado «nuevos hermanos y hermanas» a través de su
participación de un grupo de apoyo; la reciente desclasificación de los
expedientes de Lebensborn ha permitido a muchos niños de la guerra descubrir a
sus padres. El mes pasado,
Hansen y otros seis descendientes de Lebensborn interpusieron una demanda contra
el gobierno, solicitando millones de dólares en daños por décadas de
tratamiento brutal. En la víspera de Año Nuevo del año pasado, el Primer
Ministro de Noruega pareció admitir la responsabilidad del gobierno, al
manifestar por primera vez sus disculpas públicas, por el acaso e «injusticia
cometidos» contra los niños de la guerra.
Helga Kahrau jamás ha encontrado esa paz. La búsqueda de sus raíces
comenzó a mediados de la década de 1970, cuando vio un documental de la
televisión alemana sobre el programa Lebensborn. Pero temía preguntar a su
madre sobre su historia familiar. Cuando Mathilde Kahrau murió, Helga viajó a
Pullach, cerca de Munich, la antigua residencia de sus padres adoptivos y actual
sede de la central de inteligencia alemana después de la guerra. Allí descubrió
expedientes nazis que aportaban información sobre su padre adoptivo y los crímenes
que cometió la servicio de la «solución final». Las últimas piezas
encajaron en marzo de 1994, el día de su cumpleaños cuando recibió una
llamada telefónica de un hombre que se identificó como su padre natural. Helga se quedó estupefacta. «Le dije: ´¿porqué me llamas después de 53 años?´ A sus 80 y aquejado de cáncer, él le explicó que sus pensamientos se habían vuelto hace poco hacia la hija que había procreado durante la guerra. Se reunieron al día siguiente. «El era encantador», dice, «Fue amor a primera vista». Le contó a Helga de la noche de pasión con su madre, de su servicio militar en el París ocupado, y de su carrera en bienes raíces tras la guerra.. «Se había hecho millononario», dice Kahrau. A medida que empeoraba la salud de su padre, lo atendió ininterrumpidamente, esperando recibir parte de su herencia. Pero cuando él murió en 1996, Helga como hija ilegítima no heredo nada. En los cuatro años
transcurridos, Helga ha encontrado alivio hablando con un psicólogo. Ha
visitado varias veces el sitio donde nació, el primer hogar Lebensborn en
Steinhöring, cerca de Munich. Pero, a diferencia de Noruega, Alemania no tiene
grupos de apoyo para los niños del programa, como tampoco ella ha encontrado
apoyo en la sociedad alemana para enfrentar el tema. A Helga le sigue
preocupando que la gente presuma que ella es una nazi., porque «crecí al lado
de asesinos», dice. «Ser un niño de Lebensborn es todavía motivo de oprobio»,
admite. Esa vergüenza es el legado de los nazis a aquellos que, según creyeron
una vez, heredarían la tierra. |